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Omar Khayyam escribió tratados de álgebra, metafísica y astronomía. Y fue el autor de poemas clandestinos que se contagiaban, de boca en boca, en toda Persia y más allá. Esos poemas cantaban al vino, pecaminoso elixir que el poder islámico condenaba.
El cielo no se ha enterado de mi venida, decía el poeta, y mi partida no disminuirá en nada su belleza ni su grandeza. La luna que me buscará mañana, seguirá pasando aunque ya no me encuentre. Dormiré bajo tierra, sin mujer y sin amigo. Para nosotros, efímeros mortales, la única eternidad es el instante, y beber el instante es mejor que llorarlo. Khayyam prefería la taberna a la mezquita. No temía al poder terrenal ni a las amenazas celestiales, y sentía piedad de Dios, que jamás podría emborracharse. La palabra suprema no estaba escrita en el Corán, sino en el borde de la copa de vino; y no se leía con los ojos, sino con la boca. (E.Galeano)